(an English version of this legend can be found here)
Dijeron. Hablaron entre sí: “Venid acá, oh, dioses! ¿Quién tomara sobre sí, quién se hará cargo de que haya días, de que haya luz?”.
Así para este cargo se ofrecieron dos dioses: Tecuciztecatl, “el Señor de los Caracoles” y Nanahuatzin, “el Purulento”. Ambos se retiraron a los montes para hacer penitencia y estar preparados para el día en que deberían arrojarse a una gran hoguera y salir de ella convertidos en el sol. Tecuciztecatl era arrogante, joven, rico y poderoso, por lo que ofrecía plumas de quetzal, bolas de oro y espinas hechas de piedras preciosas. Nanahuatzin era modesto y viejo y solo ofrecía cañas amarradas de tres en tres hasta formar nueve, y bolas de zacate con espinas de maguey ensangrentadas de su propia sangre. Cada uno hizo penitencia en los montes que les construyeron los dioses, los que se dicen son hoy conocidos como las pirámides del Sol y de la Luna.
A la media noche se terminó la penitencia y comenzaron los oficios. Los dioses regalaron al dios rico un hermoso plumaje y una chaqueta de lienzo y al dios pobre, una estola de papel. Después encendieron fuego y ordenaron al dios rico que se metiera dentro. Pero tuvo miedo y se echó para atrás. Lo intentó de nuevo y volvió para atrás, así hasta cuatro veces. Tuvo miedo de morir quemado y por eso perdió la oportunidad de convertirse en el sol. Entonces toco su turno al humilde Nanahuatzin que cerró los ojos y se metió en el fuego y ardió. Ardía en el fuego divino. Aquella actitud decidida hizo reflexionar a Tecuciztécatl sobre su temor, e impulsado por el arrepentimiento, se lanzó a las llamas...aunque para entonces, ya era tarde. En esos momentos un águila descendió hacia la hoguera y súbitamente un tigre brincó dentro cuando las llamas casi se apagaban. De esta forma se explican el negro plumaje del águila y las manchas del tigre.
Los dioses aguardaban de un momento a otro la aparición de Nanahuatzin en algun lugar del cielo, ya transformado en sol. Y el sol llegó del oriente pintado de rojo, hiriendo la vista, esplendoroso, proporcionando calor. Tecuciztécatl llegó después, brillando con igual intensidad. Entonces, uno de los Dioses salió corriendo, y tomando un conejo lo arrojó con tal fuerza que fue a herir el rostro de Tecuciztecatl. Su rostro se obscureció y la figura de conejo quedo plasmada como hasta ahora se ve en la luna.
Pero todavía quedaba un último problema por resolver, sol y luna se quedaron quietos en un solo lugar sin poder seguir su camino; y por eso los dioses dijeron: “¿Cómo podemos vivir si no se mueve el sol? Muramos todos y hagamos que resucite por nuestra muerte”. Todos se quedaron quietos sobre la tierra; después decidieron morir para dar de esa manera la vida al Sol y la Luna. Fue el Aire quien se encargó de matarlos y a continuación el Viento empezó a soplar y a mover, primero al Sol y más tarde a la Luna. Por eso sale el Sol durante el día y la Luna más tarde, por la noche.